jueves, 2 de mayo de 2013

El cisne y las cerezas

Venga, despeguemos...

Era un ángel de mirada ciertamente inclinada y sonrisa de baquelita y marfil. En los quehaceres diarios, cuidaba bien de su manada, con movimientos sigilosos y tímidos. ¿En que momento aquel pato pardusco tomó conciencia de si mismo y decidió emprender el vuelo?.

Nunca. Simplemente un día salió de la enfangada laguna y corrió como si le llevara el viento.

Aquel ave fucsia era pura energía cuando, torciendo un poco el cuello, se elevaba sobre la marisma. Acelerando era fugaz, frenando un poco torpe; mientras tanto, tras su paso, iba cambiando la vida de los que le rodeaban sin apenas darse cuenta. Un cisne nunca podrá sonreír pero raramente detectarás la tristeza en sus ojos opuestos. La melancolía y el miedo sí, pero nunca una brizna de aflicción.

Corre, tórtola, corre, aunque a ti lo que realmente siempre te gustó es volar grandes distancias sin gran esfuerzo.

Y sin mirar hacia atras, un día cruzó el charco y conoció montañas con formas de castillo medieval y se quedó atónita. La primera vez que se ve un volcán jamas se olvida. Y decidió viajar allí donde desollaban las tortugas, donde se apareaban las ballenas, y donde morían los gladiadores. Miró las infinitas praderas verdes, los pedregales marrones más agrestes y las construcciones más filmadas. Torres, arboles, leones, lenguas prehistóricas. Y sobre todo, otros animales, otros seres, otras formas de comer, de reir, de cuidar a los hijos, de rumiar las heridas, de degustar un helado. Agitando sus alas, se volvió voraz por el conocimiento. Y más allá, de manera decidida, convirtió el esfuerzo en sabor, y el sueño en hedonismo, para seguir irguiendo el cuello cada vez que aterrizaba, apartando el cansancio.

Un buen día se detuvo bajo un cerezo maduro. Picoteando su fruto, miró hacia atrás y vio que el mundo, otrora un lugar pequeño, era su mundo y que las sonrisas que regaló, le eran devueltas. La manada que antes cuidaba y que vio, asustada, como emprendió el viaje, ahora era su colchón, su consorte. No es que hubiera un lugar donde se sintiera cómodo, es que era él, aquel chorlito que apenas veía, el lugar donde el resto se acomodaba. Y entonces, tras una pausa, por fin, sonrió y se dejó llevar.

El camino es el destino final.



Con P de pato, con C de Cisne.