domingo, 11 de mayo de 2014

Yago, el último salto, descanse en paz.

"Yago Lamela encontrado muerto en su casa". De vez en cuando, la muerte de alguien a quien no conoces te conmociona en cierta manera. Como cuando, días antes, al levantarme en Estambul, me contaron que había muerto Gabo García Marquez, en el DF. O hace años, conduciendo, cuando dijeron por la radio que Paul Newman nos abandonaba, tiznando el cielo del azul de sus profundos ojos. No se ni porqué ni me importa, pero cierta gente es como si formara parte de tí, parte de tu bagaje, parte de tus tripas. Es el carisma.

Yago Lamela, el gran saltador de longitud, plusmarquista nacional y europeo, me resultaba especialmente cercano, a pesar de no conocerle. Nació en el mismo año que yo, 1977, en una ciudad que me es familiar como es Avilés, la parte mas industrial de Asturias, donde de pequeño visitábamos a mi tía Teresa, a mis primos, con mi familia, las playas de Salinas, con mi hermano. Estudiando en Santander conocí a dos avilesinos que estudiaron con él en el colegio y me hablaban de su tránsito, de su talento. Más adelante, cuando vivía en Asturias, allá por el año 2003, compartía el cariño de esa tierra tan querida por mi con Fernando Alonso, dos tremendos deportistas en su apogeo. La gran esperanza blanca.

Yago era explosión pura y sus competiciones contra el brutal y legendario cubano Iván Pedroso eran fruta fresca, pasión, rivalidad, carisma, querer y no poder. Pedroso, fino, estilizado, técnico, domado por la gran escuela cubana contra un chaval de Avilés con dos misiles por piernas. Yago en entrenamientos ni se acercaba a ocho metros pero cuando competía era un león. Su medalla de plata en el mundial de Sevilla fue apoteósica, obligando a Pedroso a dar lo mejor de si mismo. Repitió presea en el 2003 para después venirse abajo por las lesiones, poco a poco, quizás por su explosividad, contrapuesta a la ligereza y flexibilidad de otros saltadores que les permitían tener una vida deportiva más longeva. Nunca triunfó en una olimpiada, una espina difícil de extraer.  

Su caracter, dicen, se fue comprometiendo, iniciando un periodo oscuro, de altibajos, con entradas esporádicas en clínicas psiquiátricas que finalizó hace unos días, de modo tan prematuro que escuece. El atletismo es el deporte entre los deportes, el que se celebraba en la Grecia antigua, el que mide las capacidades humanas básicas, el puro y simple ejercicio de competir. Para mí es el deporte de los mitos y leyendas. Aquí en España, la única tradición era el medio fondo y, de un tiempo a esta parte el fondo, el marathon. Pero con él, como con Ballesteros en su día, de repente, talonar, saltar, batir, eran términos que las masas entendían. Fuiste un pionero Yago, un astro, una mente tormentosa en un cuerpo extraordinario. Los que te admiramos te recordaremos, en el olimpo de Beamon, Powell, Myrics o Lewis. Algun día Usain Bolt probará la longitud y llegará a los 9 metros y ese día, desde el cielo, más o menos a la altura de Avilés, estarás orgulloso de aquello que creaste.

Yago, Descanse En Paz.

viernes, 2 de mayo de 2014

Lugares: Estambul

Ciertas ciudades son un reflejo de su pasado colonial y de sus raíces ancestrales. Así Senegal, mi Senegal, Dakar, Tambacounda o Kedougou no pueden entenderse sin entender Francia, sus comidas, sus intelectuales; en Nairobi conducen por la izquierda y consumen té a todas horas. En la misma España, Granada, Córdoba o Sevilla son el recuerdo andalusí, con su flamenco evocador o su arquitectura de minaretes y calles de zoco. Sin embargo, quedan en el mundo ciudades que han sido siempre capitales de si mismas: Londres es una, imperial, monárquica, garante de libertades. Roma sería el máximo exponente y todo eso, en Estambul, es nítido desde que aterrizas. Los turcos siempre fueron turcos (otomanos otrora) durante tres imperios. Primero fue Bizancio, luego Constantinopla y después Estambul. El imperio romano acaba aquí y la edad media también. Estambul es la historia de la humanidad, escenario de cruzadas en el medievo, caída de imperios, la primera guerra mundial, todo sucedió a orillas del Bósforo. Por Estambul transita todo el tráfico marítimo ruso y ucraniano hacia el Mármara y el mediterráneo, por debajo de sus maravillosos puentes. Por estar entre dos continentes, dicen de ella que es un crisol, un cruce de culturas. Yo percibí algo distinto, la pureza turca, la manera europea de entender el islam. Me recordó a Roma, caótica, enorme (15 millones de almas), callejera, cosmopolita.

¿Que es Estambul? Imperial, ante todo. Sus monumentos son apabullantes. Hagia Sofia (Que significa divina sabiduría y no Santa Sofia) es el reflejo perfecto del transitar de los siglos. Su grandiosidad, sus columnas traídas (algunas) desde el Templo de Artemisa de Efeso (una de las siete maravillas de la antigüedad) nos retrotraen al pasado romano, a cuando Constantino el grande trasladó la capital del imperio romano a ese cruce de caminos que era Bizancio, Constantinopla desde entonces. Construida en el siglo VI, sus excelsos mosaicos dorados muestran el pasar de los siglos, las corrientes artísticas. Cuando Mehmet el Conquistador entró en Constantinopla en 1453, pasó a ser una mezquita, dejando atrás su pasado como catedral ortodoxa y, brevemente tras la cuarta cruzada,  sangre y fuego catedral católica romana. Los musulmanes taparon los iconos, en sintonía con sus creencias pero no los destruyeron. Solamente los terremotos, durante 15 siglos, han vaciado algunos mosaicos, derruido alguna bóveda, pero es un símbolo único en la historia de la humanidad, de sus religiones, de su arquitectura, de sus artes figurativas.

Alrededor del Bósforo, maravillosas mezquitas de los siglos XV y XVI, como Solemaniye, construida por Soleyman el Magnifico, la Mezquita nueva o la Mezquita azul, sobria, magnífica. A orillas del cuerno de oro, junto al puente de Galata, los mercados, el Gran Bazar y el Mercado de las Especias, nos dan el aire más oriental de la ciudad, el del mercadeo, el regateo infinito. La torre Galata como faro, fortaleza, elevada, medieval, arte Genovés, tras sortear a los madrugadores pescadores, nos permite perder la vista en el horizonte de rascacielos de Taksim, punto clave en la reciente primavera árabe, el hotel Hilton o el Marriott, gigantes de cristal, o en los cargueros que surcan el bósforo camino de Sebastopol, Donetsk u Odessa. Un recuerdo para Ucrania. Estambul no se acaba nunca. Los turcos, musulmanes, amables, machistas, tranquilos, guapos y guapas como pocos, se prestan a conversar, a compartir lo vano y lo trascendente, te invitan a té o a café y se dejan llevar, en su aire más mediterráneo.

¿Que es Estambul? Es la capital simbólica (que no nominal: Ataturk, en 1935, tras fundar la Republica de Turquia, la trasladó a Ankara) del imperio. Los palacios de los sultanes se levantan sobre el Bósforo, donde antes el Imperio Romano de Oriente ubicaron sus posesiones y sus rarezas. Acueductos e infraestructuras civiles, como las Cisternas Basílica, nos recuerdan aquella cultura práctica, inventores del cemento y del arco de medio punto, que dominó el mundo conocido durante siglos. Un imperio es la finca de un emperador y los sultanes ejercieron como pocos. En Topkapi, detrás de Hagia Sofía, el gran palacio imperial, la observancia del lujo excede lo razonable. En el Harén del sultán vivían hasta 300 concubinas, vigiladas por esclavos eunucos negros traídos de Etiopía. La divinidad en la tierra.

¿Qué no es Estambul? Una ciudad europea, ordenada, cuadrada, desde luego. Tampoco es una ciudad árabe, estrecha y baja. Es la ciudad mas importante de un país que crece al 7,5 %, que construye el tercer puente sobre el Bósforo y que acaba de inaugurar Marmaray, un ferrocarril subfluvial que une Asia y Europa, obras civiles de primer orden mundial. Es la capital de los pistachos y de los dulces hojaldrados, del cabello de ángel, del Durum (pan de pita enrollando carne y verduras), de las carnes espaciadas al grill (Kebab) o de las ensaladas de pimiento o tomate. El café turco hierve y tiene un dedo de poso que te mancha los labios tras abrasártelos, metáfora de la propia ciudad. Aeropuertos modernos, atascos históricos, tranvías modernos, calles que se entrecruzan y te desorientan. Un Bershka a diez metros de un mercado de pashmina y kashmir, McDonalds y puestos callejeros de carne, mucho pescado expuesto en las calles, fresco y brillante, oneroso. Camina, habla, ríe, escucha, observa. Una ciudad marítima, ante todo, comercial, sin paseos impuestos de madera y acero inoxidable, solamente un tránsito y el mar como un camino, como una frontera, como una defensa. Las Islas del Principe, sobre el Mármara, de evocadores nombres griegos, son su refugio libre de humos; pinares extensos y silencio, lugar de residencia de Trotsky tras su exilio, ofrecen un paseo tranquilo, pulpo a la brasa y unos calamares rebozados.

Estambul, ruidosa. El turco, su idioma propio de grafía occidental, es único y diferente. Me quedo con las ganas de recorrer Turquia hasta el Kurdistan, orillar el Egeo, la Capadocia, Pammulakke, Efeso. Algún día lo haré, para sentir la vida rural turca, esa que se intuye pero no se comprueba en la metrópoli. Estambul no solo es necesario: es nuestro, de todos, de la humanidad, de católicos, ortodoxos y musulmanes. Morir defendiéndola o conquistándola. Universal, cotidiana. Gran viaje, mejor recuerdo.