lunes, 24 de febrero de 2014

Una fábula: Un otoño sin ella.

Jose puso la mesa con cuidado, como siempre, acercando la trona roja de madera a la mesa, de espaldas al ventanal exento que iluminaba la cocina. Hacía ya meses que el mayor de sus hijos se sentaba en la silla normal, enfrente del pequeño, simplemente con dos cojines para poder llegar al plato con comodidad. Cubiertos rojos de plástico, cuchara y tenedor, para sus retoños, metálicos de mango blanco para él, platos hondos baratos para el puré de verduras de temporada que había preparado y pechuga de pollo para él de segundo, aunque seguramente algo picarían sus hijos. Vasos pulcros de cristal barato que completarían, seguramente, el lavavajillas, una simple panera gris, una jarra de agua y un cubremanteles azul de Ikea, coronaban la asimétrica mesa blanca de madera.

- ¿Va a venir Mamá? - Preguntó el mayor mientras sostenía su cuchara roja.

Como cada día, siguió apurando el puré a su risueño y ajeno hijo pequeño, de buen comer, tragaldabas, mientras el mayor revoloteaba por el plato, jugueteando con la cuchara y atento a los dibujos animados de la tele. Era un día extrañamente soleado, una isla de claridad en ese otoño tan cantábrico y tan solemne, en la peor de las soledades. En una hora llegaría Flor, la chica ecuatoriana que se hacia cargo a diario de su disminuida familia y era conveniente que, para entonces, los niños estuvieran ya echados, con morfeo, en la rigurosa siesta, a tiempo él de marchar de nuevo al trabajo. Mientras los baberos azules se iban manchando y los platos se apuraban, despacio, Jose iba adquiriendo en su rostro un aspecto terso, recordando, echando de menos su piel y su espalda, y de más la recurrente pregunta de su hijo, casi diaria. Los recuerdos, ya un semestre después, se agolpaban de vez en cuando, acompañados de culpa, sin previo aviso y apenas sin quererlo, se encontraba en un limbo tenue, actuando inconscientemente, como un robot, con su mente en otro sitio y su corazón abotargado. Fran, el mayor, había dejado de ver los dibujos y le observaba atentamente, mientras sus ojos, por fin y una vez más, se tornaban vidriosos, al son de unos insulsos anuncios de cosméticos.

En ese momento sonó el timbre y Fran saltó de su silla disparado al interfono. Era ella. Paradójicamente, las nubes eclipsaron el cielo y desde ese año, Noviembre, para Jose, siempre fue bisiesto.

La vida, a veces, da segundas oportunidades.

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