viernes, 2 de diciembre de 2016

Tras meses (4) sin escribir, la victoria de Trump, el desarrollo futbolístico portentoso de Gareth Bale, mis visitas a Barcelona, la película "El ciudadano ilustre" y otros aspectos vitales eran ideas sobre las que me apetecía escribir. Sin embargo, ya que vienen días de fiesta, lo que más me pide el cuerpo es escribir un cuento.

UN CUENTO DE DICIEMBRE

En el momento que murió el padre, en su cama, todo aquello que había flotado en el ambiente, el elefante en la habitación, se tornó lluvia sobre la pesada alfombra. Todo, el caserío, los terrenos, los animales, los heredaría Roberto, el mayor, el primogénito. Para Sandra y Luis, el fértil destierro, según las leyes viejas, recibidos siempre pero en casa ajena. 

Llámales, que vengan. Dales la noticia por mí. Sandra no tardará mucho. Luis supongo que mañana estará aquí, tendrá exámenes. - Le dijo Roberto a su tío Juan - 

El mundo reducido a un monte verde, tan hermoso en otoño que no había manera de pintarlo con justicia. Las hayas, los robles, los hongos, las hojas. Ese silencio tan turbador. Un lugar remoto gobernado por leyes tan antiguas que los mismos libros, polvorientos, pesaban como el plomo y jamás se abrían. Culturas permanentes, útiles de labranza, hierro forjado, seguridad extrema y endogamia. El baile solamente los domingos y trabajo, mucho trabajo, a diario. El destino en letras negras indelebles. Una vida tan sana como previsible.

Roberto fue consciente de su futuro ya joven y en un principio se sintió afortunado. Sandra y Luis irían a estudiar a la ciudad y él, el mayor, asumiría el timón de la familia. Se sintió importante durante un tiempo, adolescente, antes de soportar los primeros altibajos, los primeros desgarros del alma, los primeros tirones del destino. La vida prosiguió hasta el insólito desenlace de manera plácida, tranquila, en ese paraíso terrenal a una hora de todo, casi en silencio, con las rutinas ajustadas y la contemplación convertida en un arte.

El entierro del padre tuvo lugar en el minúsculo cementerio que se acurrucaba al lado de la iglesia. Allí, Roberto se dirigió a su familia.

Mama, hermanos, familia. La muerte de nuestro padre, de nuestro marido, de nuestro hermano, ha de ser un momento de recogimiento, de sentirnos más familia que nunca. Todos hemos sido felices a su lado y el destino, el futuro, debe reflejar su recuerdo y nuestra felicidad. Pero lo segundo por delante de lo primero. Siempre.

Ya por aquellos días de otoño, casi invierno, Roberto había conocido a Naia. No solo eso, se había enamorado de ella. Más aun: Había llegado al convencimiento de que era la mujer de su vida, aquella de la cual nunca se cansaría. El amor, el deseo, el cariño, de manera intermitente, llegaron en una fiesta en la ciudad, presentados por un amigo común y desde entonces, él escamoteaba tiempo, fines de semana, para ir a verla a su Galicia natal, pleno de ilusión. El viaje de ida siempre le parecía mucho más corto que el de vuelta. 

Naia nunca vendría a vivir aquí, al país Vasco. Sus dos hijas de una relación anterior, dos princesas de ojos verdes y mirada noble, se lo impedían: Su ex pareja, marido aún, era de allí y esas niñas no debían moverse de su circulo de confianza. Y en esa tesitura, con el amor atravesando sus músculos, con el roce de Naia tan presente, tan desnudo, durmiendo con ella aún cuando no estaba, Roberto comenzó a sufrir. Toda la familia, toda una construcción alrededor de una tradición dependía de él, de su sumisión, de su capacidad para aceptar el destino. Su corazón supuestamente duro se convirtió en cristal y Roberto fue un juguete roto durante meses. Su Madre ya lo sabía. 11 meses después de la muerte de su padre decidió juntar de nuevo a la familia.

Luis, Sandra, todo para vosotros, el caserío, las tierras, todo. Mamá, ellos cuidarán de ti. Necesito desprenderme de todo aquello que me ha tocado y conseguir algo por mi mismo. Ésta es Naia, es la mujer de mi vida y me voy a vivir con ella y con sus dos hijas a Galicia, a un pueblo de Lugo. Siempre os llevaré en mi corazón pero nunca estuve tan seguro de algo en toda mi vida. Tengo que hacerlo.

En ese instante, Roberto era Parménides, un ser libre por primera vez en la vida. Rico en emociones y pobre en lo material, ligero, caminaba como de puntillas, desnudo, delgado, ufano sobre unas astillas rojas pero frías, por una vida que sentía que ahora sí, le pertenecía. Los suyos, los de verdad, siempre le apoyaron, desde el primer momento. Luis se hizo cargo del caserío a pesar de haber estudiado filología y siempre conservó intacta su habitación para las visitas ocasionales de su hermano, su cuñada y su numerosa prole. Sandra siempre mantuvo un contacto caluroso, les visitó allá en el fin del mundo muy a menudo y procuró acudir siempre al caserío para poder coincidir con ellos. En el fondo, ambos le envidiaron toda la vida.

Hubo gente en el pueblo que nunca se lo perdonó y siempre le trató con condescendencia. Otros le auguraron un futuro gris y se equivocaron de pleno: Falleció 50 años después acompañado por Naia a orillas del océano atlántico. Su mujer, ese ángel rubio, le sobrevivió unos años y fue enterrada junto a él. Quiso y fue querido.



Esta historia no es mas que un reflejo de la mayor historia de amor del siglo XX: La de Edward VIII y Wallis Simpson. Edward VIII, rey de Inglaterra, abdicó por amor y vivió con su amada, americana y aún casada cuando iniciaron su romance, toda su vida, apartado de la monarquía, extranjero y feliz. 





Primeros de diciembre, me voy a Brasil. Buen puente a todos. Con muchas comas.

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