domingo, 1 de diciembre de 2013

Cuentos de diciembre

Aquel adolescente seguía perdido en el extenso campo de cereales rojizo. El viejo pueblo de casas de adobe donde se habían mudado un buen día de febrero, presos liberándose del estrés, no debía andar muy lejos pero cuando dio la segunda vuelta al camino, se desorientó. El paisaje de páramos y pedregales era parecido en las cuatro direcciones vitales y, aún tranquilo, se sentó debajo de un árbol e intentó razonar. 

El tiempo empezó a mudar su traje y el calor apretaba. El camino cada vez se perdía un poco más y pujaba ligeramente hacia arriba, lo cual no era buena señal, pero por algún extraño motivo en ese erial donde hacía siglos migraron los romanos, esclavos y gladiadores, las señales le incitaban a huir hacia adelante, a seguir la travesía y, quizás, desde un punto alto que alcanzara, divisaría un horizonte nuevo de gominolas y carmín. Caminó y caminó, comiendo moras y bayas, y, de repente, tratando de volver la vista atrás, no veía sitios conocidos, las acequias no llevaban agua y el mundo nuevo le resultaba diferente. Penetrando en fincas, saltando vallas y abriendo sendas, los arboles estaban como roídos, medio secos, y en aquella zona alta del páramo gris no solo se sentía el frío sino que el paisaje era feo y desolador, con matojos bajos, ortigas y salamandras. El miedo empezó a atenazarle y decidió detenerse y esperar la muerte sentado sobre un pedrusco recubierto de musgo, azotado por el frío y los recuerdos.

Mientras tiritaba, comprendió su fatal destino: Nunca sería capaz de desandar el camino y comprendió también, mientras se rendía, que la aventura que añoró en su momento sería su final. La verdadera felicidad la rozó cuando, tranquilo, estuvo acompañado, recogiendo setas y besando sus labios de vino.

Y entre estertores y murciélagos, en la mas profunda soledad, atravesando la noche más larga, de repente, llegó ella, abriéndose paso, valiente y vivaracha, montando una bicicleta negra urbana, con un punto de locura e inconsciencia, le cogió de la mano y bajaron el sendero. La casa, su casa de adobe rojo, su morada, de donde nunca debió salir, estaba increíblemente cerca en el espacio pero lejos en el tiempo y, con el corazón abierto, por fin rompió a llorar. Cerró por dentro y le entregó las llaves. Su regazo era el cojín para un alma con esquinas.


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