martes, 19 de abril de 2011

Lugares: Tenerife

Voy a dedicar un poco de tiempo en las siguientes entradas (pero no en todas por mi propio caos del que me siento tan orgulloso) a lugares que he conocido, guiándome únicamente por mis recuerdos, inexactos quizás, y tratando de acercar mis pensamientos de hoy a las vivencias del pasado.
Empezaré por Tenerife. La primera vez que fui fue durante la carrera, en sexto, gracias a mi futuro empleador que financió un viaje de una semana con base en Puerto de La Cruz. Posteriormente estuve ocho días en Arona y luego otra vez en una boda, también en Puerto de La Cruz. Siempre volví encantado. ¿Porqué? trataré de explicarlo.
Es difícil entender como una isla que tardas entre 3 y 4 horas en recorrer en coche puede contener la variedad que alberga. En una categoría están aquellos sitios modificados por el turismo y los que no. En otra, las zonas cuasi desérticas y los vergeles. Las playas y la montaña más agreste. Icod de los Vinos y Adeje están en la misma isla. Puedes volar una cometa en la playa del Médano prácticamente solo (como hicimos), acudir a un Irish Pub de las Américas  y sentirte en la Luna, allá arriba, más allá de Vilaflor, en el mismo día. A medida que vas acercándote al sur domina el Siroco y los paisajes son marrones. A medida que retornas al norte, van llegando los Alisios y las laderas reverdecen. Cuando viajas tres horas en avión no esperas encontrarte tantas diferencias a una hora en coche.
En el primer viaje un día que volvíamos de no sé donde, Iban, Jurgen, Román y yo intentamos robar plátanos con una navaja suiza y cargarlos en un diminuto coche de alquiler, en el valle de La Orotava. Obviamente la misión fue cancelada por exceso de ambición: La platanera que queríamos llevarnos pesaría unos 200 kilos. Otro día, en ese mismo viaje intentamos sortear los permisos necesarios (que obviamente no teníamos) para poder acceder desde el top del teleférico a la cima del Teide. Fuimos cazados por la Guardia Civil que nos bajo de uno en uno y con diligencia.
Observamos La Palma y la Gómera desde la Punta de Teno, visitamos el rastro y la Ópera de Santa Cruz y la playa de Las Teresitas, conocimos los Gigantes, Candelaria y Garachico. Estuvimos viendo los Dracos en Icod de Los Vinos. Conocimos también la noche de manera insistente (con calimocho, perdonadnos, eramos jóvenes e insensibles a las tradiciones canarias) y también, en una visita fugaz, acudimos a Gran Canaria a pasar el día.
La posteriores visitas afianzaron en mi la sensación de paraíso. El sur al estilo caribeño de turismo de resort y el norte adornado culturalmente y de cuajo más propio. Paula y Jesús se casaron en el ayuntamiento de La Laguna y recuerdo esa plaza como entrañable y bella. También conocí la Gómera y Garajonay. Desde allí es desde donde se aprecia la inmensidad del Teide con las nubes a media altura y entre sombras por la mañana.
Es una isla de tranquilidad. Rezuma por todas partes. En el hablar de la gente, en su caminar. Por suerte en esa isla ni en ninguna de sus vecinas se estudiaba Ingeniería de Caminos lo que me permitió conocer numerosos canarios que se desplazaron a Santander a cursar esa carrera. Nos llevaron sus guaguas y sus "a pachas", sus papas, el Ron - miel y también su acento. Con alguno tengo una amistad extraña: No sabemos el uno del otro exactamente pero tengo la sensación de encontrarme cerca de él. La intensidad de una amistad pasada es proporcional al poso que deja.
Hoy de alguna manera ha vuelto el recuerdo de una isla que quizás esté condenado a no olvidar jamás. Lo que tenga que ser será, con total tranquilidad, como un tinerfeño cualquiera.

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